miércoles, 1 de marzo de 2017

EL VIEJO Y EL HOMBRE LOBO

Desde mi infancia me han fascinado los seres mitológicos, escuchaba a mi abuelo contar relatos de noche que me provocaban temor y me hacían tener pesadillas. Los hombres lobos eran mis favoritos. Por ello escribía historias encerrado en mi cuarto hasta mi vejez, dejando de lado todo contacto social, viviendo del dinero de las empresas de mi difunto padre. Hace pocos días la idea de que uno de esos seres en verdad existía, rondaba por mi cabeza. Aquel día, mientras escribía de madrugada, escuché unos ruidos que provenían de la cocina. Pensé que era un perro o un gato, por lo que fui armado solo con mi bastón. Resultó ser una bestia que no pude ver con claridad que al notar mi presencia huyó por la ventana. Sus babas y sus pelos quedaron en el suelo; se había tragado un pollo entero dejando solo huesos partidos.

Pudo haber sido un chupacabras, un hombre lobo, un sasquash, un troll; o bien, solo un perro muy grande o un loco muy hambriento. Cuando salí de mi casa, en el cielo se podía observar la luna brillante despejada de nubes. Era un hombre lobo, pensé. 

Desde ese momento, esperaba con ansias la luna. Instalé cámaras de vigilancia y sensores de movimiento en mi hogar, compré un revólver y balas de plata al igual que una jaula del mismo material. Debía atrapar a la criatura, sería un gran descubrimiento para la ciencia.
Cuando llegó el día, compré las carnes más deliciosas, inclusive las sasoné y cociné. Puse un ventilador para propagar el aroma. En el anochecer me escondí detrás de la puerta de la cocina mirando por la cerradura. Sin embargo, no vino, como las siguientes lunas llenas. Conforme los años transcurrían, el asunto del hombre lobo ya era lejano, una anécdota contaba en noches de copas que era ignorada, una mera casualidad.

Hasta que un día llegó para atormentarme, para revivir ese malestar. Hubiese preferido morir que verlo. Las ideas volvieron, atraparla, viva o muerta. Engullía un pollo congelado en la cocina. Bajé con el revólver en mano y le disparé, pero fue inútil; escapó por la ventana. Ese día no pude dormir, me parecía escuchar sus aullidos hasta el amanecer. Todo era una burla prolongada, una patada en mis antiquísimas octogenarias bolas.

A la bestia nada podía matarla, ni las balas de plata o la carne envenenada. Ni siquiera las patadas que le daba a la mandíbula hasta desencajarla; volvía como si nada en la subsiguiente batalla.

Una noche de luna llena, cuando estaba en la cocina con mi nueva arma, una M16, la bestia apareció parada en dos patas. Ni bien nos vimos, empezó la batalla. Disparé una ráfaga de disparos gastando toda munición; ni un tiro le pude acertar al muy cabrón. El monstruo me tenía en el piso samaqueando mi brazo con su hocico. No importaba cuantas patadas y puñetes le daba, no me soltaba. Saqué un revólver que tenía a la altura de mi pierna. Estaba tan cerca que no podía fallar el disparo. Le di un certero disparo al desgraciado entre los ojos. Dio un aullido salió corriendo dejando un rastro de sangre. Traté de seguirlo. Me desmayé al momento.

Desperté en un hospital frente a una gran cantidad de doctores. El trasladado a un asilo era inevitable. Los pocos familiares que tenía querían quedarse con lo mío. Les dije que fui atacado por un hombre lobo y me arrancó el brazo. Ellos dijeron que hubo un oso que rondaba cerca de la zona y que él me había atacado. Cuanto más insistía era peor la situación, sus intereses vencieron a mi poca credibilidad frente a las autoridades.

Por momentos creí que realmente estaba loco y que solo se trataba de un animal.
***

El tiempo en el asilo pasaba muy lento, solo esperaba mi muerte. En las noches de luna llena deseaba que el hombre lobo apareciera para que todos viesen que tenía la razón, no importaba si alguien moría. Me preguntaba si me había convertido en uno, después de todo me había mordido; decidí que no saldría del lugar y que jamás vería la luna por el bien de los demás.

***
Calixto había llegado hace poco, no más de un mes, tenía las cejas pobladas, una hendidura en la frente y una postura jorobada. Juraba que era el hombre lobo y que el motivo de su llegada era la venganza. Por medio de preguntas a terceros, supe que rondaba por los setenta años, que disfrutaba dar de comer a las palomas y que fue contador. Pasaron varias noches de luna llena en las que él salía a dar un paseo, pero no daba signos de ser el hombre lobo. Medio año después se suicidó, apareció colgado en la cocina, se había ahorcado con una soga de hacer ejercicios. Dejó una nota de suicidio en la cual pedía disculpa a sus hijos por heredarles deudas. Quedé decepcionado, el hombre lobo no podía ser un mequetrefe de esa clase.
Luego de días de reflexión, me había dado cuenta que solo le quería dar un sentido a mi vida. Estaba viejo y algo loco. Seguramente, si el hombre lobo hubiese existido se habría olvidado de mí para siempre. 

***

En los 5 años de mi estancia en el edificio no había dado un paso al exterior, tanto así que mi piel que estaba blanca como la leche. Decidí dar un paseo.
Cuando salí pude ver que la ciudad había cambiado a agigantados pasos. La cantidad apabullante de gente hizo que me extraviara, pero eso no tenía importancia. Quería explorar el mundo antes de mi partida. Pantallas gigantes, gente ensimismada en sus aparatos electrónicos, jóvenes vestidos de forma extravagante, algunos con pelos de colores, establecimientos llenos de ruido, molestia para respirar por el humo de los carros, etc.
Regresar al asilo era una opción que no quería tomar en cuenta, me acerqué a unos mendigos cerca de un callejón. Empezaron a hacerme preguntas de todo tipo y cuando les confesé que tenía un poco menos de 90 años. Me dijeron que era la persona más vieja que había conocido.
Ellos se alimentaban de las frutas que tiraban los supermercados y huesos y pellejos de comida chatarra. Al final del día, en un callejón lleno de animales callejeros, me improvisaron una cama con ropa sucia y cajas de cartón de electrodomésticos.
A la semana, me acomodé a la vida de los mendigos, ya podía disfrutar de esas frutas y verduras casi podridas y de chupar los huesos de pollo frito, como también contarles historias fantásticas sobre cíclopes y pegasos.
Cuando llegó la primera noche de luna llena, pensé que ya era el momento de vencer mi miedo, de aceptar lo que fuera a pasar. Me atreví a mirar al satélite. Era yo y solamente yo, un anciano disfrutando de sus últimos años de vida. Pasó un minuto y todo normal, encendí un cigarro para calmar los nervios. Antes de que le diera una calada, sentí espasmos en el pecho. ¿Un paro cardiaco? No, definitivamente, no. Mi mandíbula que se alargaba, mis uñas se convirtieron en garras, mis dientes se afilaron, el pelo me crecía por todas partes y la vista se me nublaba… Garras. Mordidas. Sangre. Gritos. Llanto. Policías. Disparos. Cámaras. Fotos. Más sangre. Carne. Muerte… Todos corrían por sus vidas para evitar ser parte de la masacre humana y de la propagación de mi maldición del hombre lobo.